Por Diego Pérez Ordóñez
Vamos camino de convertirnos en una sociedad obediente. Vamos camino -a la velocidad de la luz- de convertirnos en una sociedad no deliberante. Desde hace rato toleramos todo, nada nos sorprende. Soportamos (¿o admiramos?) la arbitrariedad como si fuera algo normal e inevitable. Miramos hacia otro lado todos los días. Casi hasta la perfección, hemos refinado el arte de la vista gorda.
Aplaudimos los excesos del poder. Bajamos la cabeza ante los poderosos. Convivimos cómodamente con la dictadura: la consideramos merecida e inevitable. Desde hace rato escuchamos lo mismo: necesitamos nuestro propio Pinochet, lo que hace falta en Ecuador es más mano dura, la democracia no sirve para nada. A diario escuchamos, como si se tratara de una grabación o de una soporífera propaganda más, los argumentos de un régimen de fuerza: hay que acumular poder para aplastar la cabeza al neoliberalismo, el poder tiene el monopolio de la razón, la propiedad de lo justo y de lo injusto. El poder está a un paso de ser divino, de ser indiscutible, de gozar de los privilegios y prerrogativas de la verdad total. Casi debemos dar las gracias al poder por controlarlo todo, por conocerlo todo, por impedirlo todo. Es por nuestro propio bien.
Mientras vamos camino a las cavernas -antorcha en mano- la sociedad entera calla. Nadie opina. Nadie osa tener una opinión distinta. Todo va bien. Es mentira que los precios de las cosas suban todos los días. No es verdad que haya desempleo. No es verdad que haya nerviosismo y desasosiego. Las cosas van divinamente. Todo aquello que no le conviene al poder es mentira.
Lo que antes era repugnante hoy es bueno. Hace unos pocos años miles de personas salieron a las calles para protestar contra el abordaje pirata de la Corte Suprema de Justicia. Hoy, cuando la Asamblea Constituyente borró del mapa al Congreso Nacional, esos miles de personas miran para el otro lado. No se meten más en problemas. No vale la pena. En un país en el que el Tribunal Supremo Electoral puede destituir -convenientemente para el poder- a los diputados de la oposición, silencio absoluto. Una queja tibia por acá, un suspiro apenas imperceptible por allá. Nada más. La vida sigue, con sordina. Es que nada se debate. Todo se impone. El que opine distinto es traidor. El que levanta la cabeza es sospechoso. Así, las palabras de Luis XV ante el Parlamento en 1766 suenan maravillosamente contemporáneas: "La soberanía reside en mi persona solamente… y mis tribunales obtienen su existencia y su autoridad solamente de mí. La plenitud de esta autoridad permanece en mí. Ellos la ejercen solamente en mi nombre y nunca podrán volverla contra mí. Solamente yo tengo el derecho de legislar. Este poder es indivisible. Los funcionarios de mis tribunales no hacen las leyes; solamente las registran, publican y hacen cumplir. El orden público emana solamente de mí, y los derechos e intereses de la nación, que han osado separar del monarca, están necesariamente unidos a los míos y reposan enteramente en mis manos."
Aplaudimos los excesos del poder. Bajamos la cabeza ante los poderosos. Convivimos cómodamente con la dictadura: la consideramos merecida e inevitable. Desde hace rato escuchamos lo mismo: necesitamos nuestro propio Pinochet, lo que hace falta en Ecuador es más mano dura, la democracia no sirve para nada. A diario escuchamos, como si se tratara de una grabación o de una soporífera propaganda más, los argumentos de un régimen de fuerza: hay que acumular poder para aplastar la cabeza al neoliberalismo, el poder tiene el monopolio de la razón, la propiedad de lo justo y de lo injusto. El poder está a un paso de ser divino, de ser indiscutible, de gozar de los privilegios y prerrogativas de la verdad total. Casi debemos dar las gracias al poder por controlarlo todo, por conocerlo todo, por impedirlo todo. Es por nuestro propio bien.
Mientras vamos camino a las cavernas -antorcha en mano- la sociedad entera calla. Nadie opina. Nadie osa tener una opinión distinta. Todo va bien. Es mentira que los precios de las cosas suban todos los días. No es verdad que haya desempleo. No es verdad que haya nerviosismo y desasosiego. Las cosas van divinamente. Todo aquello que no le conviene al poder es mentira.
Lo que antes era repugnante hoy es bueno. Hace unos pocos años miles de personas salieron a las calles para protestar contra el abordaje pirata de la Corte Suprema de Justicia. Hoy, cuando la Asamblea Constituyente borró del mapa al Congreso Nacional, esos miles de personas miran para el otro lado. No se meten más en problemas. No vale la pena. En un país en el que el Tribunal Supremo Electoral puede destituir -convenientemente para el poder- a los diputados de la oposición, silencio absoluto. Una queja tibia por acá, un suspiro apenas imperceptible por allá. Nada más. La vida sigue, con sordina. Es que nada se debate. Todo se impone. El que opine distinto es traidor. El que levanta la cabeza es sospechoso. Así, las palabras de Luis XV ante el Parlamento en 1766 suenan maravillosamente contemporáneas: "La soberanía reside en mi persona solamente… y mis tribunales obtienen su existencia y su autoridad solamente de mí. La plenitud de esta autoridad permanece en mí. Ellos la ejercen solamente en mi nombre y nunca podrán volverla contra mí. Solamente yo tengo el derecho de legislar. Este poder es indivisible. Los funcionarios de mis tribunales no hacen las leyes; solamente las registran, publican y hacen cumplir. El orden público emana solamente de mí, y los derechos e intereses de la nación, que han osado separar del monarca, están necesariamente unidos a los míos y reposan enteramente en mis manos."
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