domingo, 29 de diciembre de 2019

Una poeta extraviada en el campo de Marte

Roberto Aguilar

2013-03-03

El 27 de febrero, en el Colegio Militar Eloy Alfaro de Parcayacu, la ministra de Defensa, María Fernanda Espinosa, presidió la ceremonia de cambio de mando en el Ejército. No le fue muy bien que se diga.

Llegó de verde oliva, nadie dejó de notarlo: conjunto formal con motivos florales monocromos. La falda, que era larga como hasta media canilla, de esas que llevaba Ingrid Bergman en Casablanca (aunque ella vestía de azul, cualquiera lo sabe), le ceñía mal al cuerpo. Hojas de olivo o laurel bordadas en las rígidas solapas de la desmañada chaqueta conferían al conjunto un aire militar decimonónico digno de una Manuela Sáenz posmoderna, algo a medio camino entre parada militar en la avenida de los Shyris y coctel con cantautores en la casa de Guayasamín. Flanqueada por el alto mando, sin perder el paso, hizo su entrada marcial en el inacabable Campo de Marte, tan grande como cuatro o más canchas de fútbol puestas una junto a otra. Era 27 de febrero, aniversario de la batalla de Tarqui, día del Civismo y fiesta mayor de las Fuerzas Armadas y ella, María Fernanda Espinosa, poeta erótica y ministra de Defensa, presidía por primera vez el triple festejo en el colegio militar Eloy Alfaro de Parcayacu. A la solemnidad se sumaba el obligatorio cambio de mando en la cúpula del Ejército. Que nadie diga que no llegó vestida para la ocasión.

Todo es gigantesco en este lugar. El gran cuadrángulo escuetamente encementado del Campo de Marte delimita, por uno de sus costados, con una tribuna de ciclópea estructura metálica, abarrotada ese día de oficiales en coloridos uniformes de gala. Soldados de boina y camuflaje, cientos de ellos agrupados en pelotones, bordeaban en posición de firmes los tres lados restantes, a distancia astronómica del lugar asignado para las autoridades. A medio camino entre unos y otras, en la inmensidad de la superficie de cemento por lo demás vacía, enrojecían inmóviles bajo la canícula equinoccial los cadetes en apretada formación de escuadras, brillantes de botones y charreteras, sables, cordones y cintas en bandolera, cascos prusianos y engreídos penachos rojos y blancos. Al fondo, dos macizos pabellones de la institución, más que exhibir gritaban sus consignas escritas en grandes letras de bulto: "Sólo venciéndote vencerás"; "Por tus valores la Patria existe".

No leyó este último mensaje la ministra. O no le dio importancia. Tampoco debió escuchar con atención los discursos de los generales que la precedieron en el uso de la palabra, discursos de vociferante barroquismo castrense saturados de adjetivos retumbantes (pletórico, apoteósico, legendario, emblemático, heroico, cabal, histórico) que se pronuncian en tonalidad mayor y con voz temblorosa, y que van acompañados de sustantivos henchidos de trascendencia (heredad, legado, sacrificio, soberanía, lealtad, victoria) referidos todos, referidos siempre, a un único y sacrosanto objeto de tradición bicentenaria: la Patria. La Patria coronada de laureles; la Patria que forjó Calderón y cantó Olmedo; la Patria siempre amenazada por enemigos ponzoñosos y defendida con celo por sus gloriosas Fuerzas Armadas, firmes al pie del cañón desde 1812 (pues la partida de nacimiento del Ejército, lo recordó su nuevo comandante, es nada menos que la primera Constitución quiteña).

Nada de esto debió escuchar la ministra. De otra manera no se explica que comenzara su discurso con la más inoportuna de las declaraciones: "Ya tenemos Patria". Más claro: hasta ayer no la teníamos. La Patria se la inventó el compañero presidente a quien el pueblo acaba de ratificar en las urnas y, por eso, "en todos los rincones del país que amamos con intensidad -así empezó diciendo- soplan vientos renovados, afloran las sonrisas, renace la esperanza". "Ya tenemos Patria", dijo la ministra, y en la gran tribuna de oficiales encorsetados en sus coloridos uniformes de gala nadie movió un dedo.

El podio de los oradores, en el extremo sur de la parte ocupada de la gran tribuna, dista unos buenos cien metros de las sillas centrales que comparten el alto mando, la ministra y otras autoridades "civiles, militares, policiales y eclesiásticas". Esa es la distancia que recorrieron, primero, los comandantes saliente y entrante del Ejército, generales Marco Vera y Jorge Peña, respectivamente, y luego la ministra Espinosa. Los dos primeros en medio del frenético batir de palmas de los oficiales, quienes premiaban así su gallardía y sus pergaminos; la última, en el más sepulcral de los silencios, con una media sonrisa congelada en el rostro, sacudiendo nerviosamente la cabeza de arriba abajo en señal de saludo a quienes simplemente se limitaban a mirarla pasar. Sí que saben enviar mensajes políticos claros estos caballeros. Sin mediar palabra.

Tampoco hubo aplausos que interrumpieran a la ministra durante los doce minutos que duró su discurso. Ni siquiera cuando dijo "para nuestro Gobierno el fortalecimiento del Fondo de Pensiones, Invalidez y Muerte para las Fuerzas Armadas, y la sostenibilidad de las prestaciones, es una prioridad.". La dejaron hablar no más. La voz temblorosa y entrecortada, el tono lastimero, la vocalización redonda y precisa, todos aquellos rasgos fónicos y características prosódicas que aprendió en los certámenes de poesía y que todavía le fueron de gran utilidad en el ministerio de Patrimonio Cultural, demostraron aquí su rotunda ineficacia. Al término de su discurso, los tibios aplausos con que la oficialidad retribuyó, por cortesía, a la ministra, no se extendieron por más de cinco segundos.

¡Hay que ver cómo ovacionaron, en cambio, a los generales Vera y Peña! Especialmente cuando Vera, en un arranque de sinceridad que debió caer como un baldazo de agua fría a la ministra, dijo que su renuncia tenía directa relación con el ascenso de tres coroneles con respecto al cual él había manifestado su desacuerdo. Algo que María Fernanda Espinosa venía desmintiendo hasta por escrito desde hacía días a quien quisiera creerle. Los aplausos que conmocionaron la tribuna fueron una lluvia de piedras sobre la cabeza de la ministra, que procuró mantener la compostura lo mejor que pudo.

"Querido uniforme, compañero de mis batallas que he llevado con dignidad y respeto, hoy tengo que dejarte pues he de retirarme a mis cuarteles de invierno". A punto estuvo el general Vera de soltar una lagrimita al pronunciar su sentido adiós a la institución a la que dedicó los mejores años de su vida. A los oficiales -bastaba con recorrer rápidamente con la mirada la tribuna poblada de compungidos rostros- se les hacía un nudo en la garganta. ¿Todo por culpa de quién? No era, desde luego, ni el momento ni el lugar para restregar en la cara de estos señores aquello de que "ya tenemos Patria".

Por lo demás, toda la ceremonia se cumplió con estricta disciplina y completo apego a los protocolos establecidos para las ocasiones solemnes. Los generales y la ministra recibieron los debidos honores. El comandante entrante y el saliente, a ras de suelo, dieron parte del cambio de mando al jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, de pie sobre una plataforma de piedra, dos gradas por encima de ellos. El jefe del Comando Conjunto hizo lo propio con la ministra, parada en una plataforma aún más alta. Hubo revista de tropas, cobijamiento bajo el tricolor sagrado y desfile de honor, que incluyó sobrevuelo de cuatro escuadras de helicópteros tan verdes como el traje de la ministra, evolución de cadetes a paso de ganso, saludo de sables y lucimiento de caballos. Salieron formalmente los generales con la ministra en el medio, todo con el debido respeto a los escalafones y a la cadena de mando, a las fórmulas y a los procedimientos. De no ser por el aplausómetro, diríase que la institucionalidad militar se encuentra más fuerte que nunca.



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