sábado, 28 de diciembre de 2019

Apropiación: marca registrada

Francisco Febres Cordero
25 de diciembre del 2011

Hay un deseo de apropiación de todo: de la historia, de la verdad, de la imagen, de las palabras. Y del dinero, claro, pero ese es otro cantar.

¿Alguna vez se le ha escuchado al excelentísimo señor presidente de la República reconocer los méritos a algún otro mandatario que no sea Eloy Alfaro? Muy difícilmente: la historia pasa directamente de la revolución liberal hacia la suya propia, pomposamente bautizada como ciudadana.

Con su personalísima versión de la realidad, el presidente Correa se apropia de la historia y la hace suya para erigirse como el fundador de la República. Si antes cada página de nuestro pasado estuvo cruzada por el caos, la corrupción, la ceguera, la estupidez, la ilegalidad y el interés mezquino, luego del triunfo de su revolución él está poniendo las cosas en orden y a las personas en su sitio, porque es el único que ha tenido no solo las agallas suficientes para hacerlo, sino la inteligencia, la visión, la preparación, el altruismo, entre tantas otras virtudes que él nombra como suyas para acicalar una personalidad tan llena de excelencias que rebasan los límites del espejo donde cotidianamente se mira para ensayar sus muecas de desdén, de rencor, de venganza ciega y de desprecio.

Nadie como él ha construido. Nadie como él ha elevado la educación a los niveles en que ahora se encuentra. Nadie se ha preocupado tanto por el bienestar del pueblo ni ha administrado los fondos públicos con tan ejemplar sabiduría. Por todo ello se ha ganado el derecho a mandar a correazos, a hacer que las leyes se adecuen a sus designios y a exigir que los ciudadanos (entre los cuales se encuentran jueces temblorosos, enceguecidos por el terror) cumplan sumisamente su omnímoda voluntad.

Pero hay más: no solo se ha adueñado de la historia, de la política, de la economía, de la justicia, sino también de las palabras. Por un curioso mecanismo, las irá patentando poco a poco para que nadie más que él las pueda utilizar. Él, en todo caso, se reserva el derecho a interpretarlas a su sazón. Y así, día tras día, irá creando un nuevo diccionario en que él tendrá el privilegio de decidir cuáles son los términos permitidos y cuáles los proscritos. La ortografía, poco a poco, también se irá modificando al vaivén de sus caprichos, hasta lograr que la autocracia, por ejemplo, esté antecedida por la hache muda con que se escriben hipocresía, hostigamiento e impunidad (que si no tiene hache todavía, ya merece una que le vaya creciendo).

Propietario absoluto de ciertas palabras, la lista se irá incrementando al vaivén de las circunstancias que al excelentísimo señor presidente de la República le sean propicias no solo para el recuerdo, sino también para la desmemoria y el olvido.

Así, mientras van dictándose extraños preceptos gramaticales y normas restrictivas, paradójicamente adquieren mayor contundencia ciertos vocablos marginados, escamoteados por el poder, que el hombre común pronuncia en las esquinas y escribe en los pocos muros de los que aún no se ha adueñado el mandamás: libertad, honestidad, pudor. Y dignidad.



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