domingo, 29 de diciembre de 2019

¿Ley?

Francisco Febres Cordero

23 de junio, 2013

¿Es necesaria la Ley de Comunicación, esa que aprobó la Asamblea y que pronto comenzará a regir? ¿Es necesaria esa ley?

¿Es necesaria cualquier ley si, en esta larga y fresca noche de la revolución ciudadana donde brillan como estrellas las manos limpias, las mentes lúcidas y los corazones ardientes, la única ley que ha imperado es aquella que nace de la voluntad del excelentísimo señor presidente de la República?

¿Ha servido de algo lo que manda, prohíbe o permite la mejor Constitución de nuestra historia, inventada en Montecristi, modelo que debía ser imitado en todo el mundo, cuya vigencia debía durar trescientos años, cuando al poco tiempo de haber sido expedida con la bulla y la fanfarria revolucionarias, fue violada?

La única ley que impera es aquella que sale de la boca del excelentísimo señor presidente de la República. A ella se someten los jueces, que temen perder el cargo al que fueron designados por la omnímoda voluntad de quien anunció que iba a meter las manos en la justicia, y cumplió a cabalidad con su promesa. ¡Esa es la ley!

La ley es la que dicta desde el palacio donde habita aquel que, poco a poco, se ha ido convirtiendo en experto dictador de verbo agudo, mordaz, ágil y versátil, quien apenas termina su dictado manda a llamar a un mensajero para que lo lleve a la Asamblea, donde sus fieles servidores lo aprueban sin tardanza para luego festejar con bailes, tambores y guitarras un nuevo triunfo de la democracia. ¡Esa es la ley!

Ley es la que expresa el presidente en sus largas peroratas de los sábados donde, por igual, ordena al fiscal presentarse en su palacio para recibir nuevas instrucciones, envía a la hoguera del escarnio público a aquellos que han tenido la osadía de contradecirle, o estigmatiza con el calificativo de corruptos a todos aquellos que ejercen la tarea periodística fuera de los medios que él controla. Impera allí una única ley: la del irrespeto al pensamiento ajeno, la del insulto, la de la prepotencia, la que eleva al mandatario a la categoría de rey, investido de esa majestad que él tanto invoca.

¿Ley? Él, el excelentísimo señor presidente de la República, es quien tiene la facultad de decir quién es culpable o quién es inocente. Los jueces no se atreven a contradecir su criterio en las sentencias, para gloria del Derecho. Él, y nadie más que él, investido como está por los dioses que han bordado en sus camisas los signos destinados a su hijo –El Encarnado–, único autorizado para calificar de idiota al idiota, de bruto al bruto, de imbécil al imbécil, de tipejo al tipejo y, abriendo un espacio para la ternura, de limitadito al ignorante. Él, que ha ganado todas las elecciones, es el único imbuido por la gracia de los cielos para ordenar prisiones, mancillar honras, zaherir a sus contradictores y exponerlos a la faz pública como delincuentes o asesinos. Él. Porque la ley es Él.

Un mandatario así de excelentísimo, dueño y señor de todas las funciones del Estado, conocedor y maestro de todas las ciencias y las artes, animador, cantante y centro de festines, ¿necesita alguna ley para seguir gobernando los trescientos años que le restan?

¿Una nueva ley? ¿Para qué la ley?

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