Por Francisco Febres Cordero.
Tiene razón el excelentísimo señor Presidente de la República al atacar a la prensa con tan perseverante asiduidad. Tiene razón.Al fin y al cabo, la prensa estorba. Estorba al poder y, sobre todo, le estorba a él, que lo encarna de manera absoluta.
Si el excelentísimo señor Presidente de la República tuviera otra contextura que no fuera la de un híbrido entre un capataz y un boy scout, escucharía lo que dice la prensa y, ante aquello en lo que no está de acuerdo, debatiría sin descalificar, acanallar ni zaherir. Pero como su estructura es tan indescifrable como inédita, no soporta cuestionamientos y repite que esa prensa dice lo que dice porque es corrupta, defiende intereses bastardos y está al servicio de las causas más protervas. Entonces, se ha impuesto como misión acallarla a como dé lugar: con ley o sin ley, con dicterios y retaliaciones, con una retahíla de injurias repetidas hasta el infinito y, sobre todo, con la actitud arrogante de quien se siente el único dueño de la verdad.
Dada su personalidad, dada su forma de despreciar el pensamiento ajeno, tiene razón: la única voz que necesita escucharse en el país es la suya, proyectada a través de los muchos medios de los cuales el Gobierno ha echado mano.
Las demás voces sobran. Sobran, porque señalan los desaciertos, las arbitrariedades, las trapacerías que cometen esos funcionarios que, como en los viejos tiempos, van al arranche de los fondos públicos y se engordan no solo con los cheques que se tragan sino, sobre todo, con aquellos que van a parar a sus cuentas secretas.
Sobran, porque llevan a la gente a mirar otra realidad, que no coincide con la que el excelentísimo señor Presidente de la República muestra. Sobran, porque no coinciden con los postulados que el Gobierno proclama, con las cifras que exhibe, con las promesas que hace, con ese idílico país que, según se anuncia, ya es de todos.
Sobran, porque salen de aquellos que no conciben el país como algo que comienza con la revolución ciudadana, sino que se remontan a la historia y escudriñan el futuro bajo otras perspectivas que no son las de los eslóganes tan dispendiosamente difundidos.
Sobran porque se niegan a obedecer los designios de quien, por haber ganado todas las elecciones cree que el pueblo le ha dado carta blanca para transformar la democracia en autocracia.
Sobran porque, sumisos, no bajan la cabeza ante los insultos, las amenazas, las persecuciones desembozadas o encubiertas.
Y sobran, fundamentalmente, porque se niegan a aceptar la dicotomía entre buenos y malos, como si la patria fuera un western en el que un John Wayne redivivo intenta, a la maldita sea, imponer su propio orden bajo los balazos certeros de su verbo incandescente, que es el mismo con el que menosprecia y pone a temblar a sus obsecuentes subalternos.
Por eso, las argucias para acallar esas voces que sobran salen ahora desde una Asamblea cuyo presidente, cuando no anda haciendo turismo por el limbo, deambula por los terrenos de la nigromancia para convertir sus diez dedos en once, transformar los 124 asambleístas en 125, hacer que los acuerdos se conviertan en humo y, a como dé lugar, sacar de su chistera la ley que sancione a quien ose molestar a su jefe hasta que este tenga, ¡por fin!, en sus manos el control absoluto de los medios.
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