martes, 1 de enero de 2013

PERRO MORDIENDOSE LA COLA / Tobar, Bernardo

Imaginemos el pasmo colectivo si apareciera un gato que ladra o un elefante volador, ante insólito desvío de la naturaleza animal. Pues Montecristi fue capaz de alterar la naturaleza intrínseca de las leyes del derecho en forma semejante con la sui géneris prohibición del arbitraje internacional, verdadera pieza para la antología del absurdo forense, aunque no la única ni la más grave. "No se podrán celebrar tratados o instrumentos internacionales en los que el Estado ecuatoriano ceda jurisdicción soberana a instancias de arbitraje internacional en controversias contractuales o de índole comercial entre el Estado y personas naturales o jurídicas privadas". No obstante, la misma disposición constitucional promueve soluciones arbitrales en función del "origen" de la deuda, con lo cual sí caben arbitrajes en Beijing, por ejemplo. Sobre esta base, la Corte Constitucional ha encontrado inconstitucionales los tratados bilaterales de protección de inversiones que el Ecuador ha suscrito con muchos países y que, por obra y desgracia de esta interpretación, serán denunciados una vez cumplidos los trámites de rigor. Pero la prohibición está concebida de tal modo que se enerva a sí misma al punto de que, para tratar de salvar la cuadratura del círculo, ha debido recurrirse a la interpretación de que el arbitraje es inconstitucional si está pactado en un tratado internacional, mas no lo es si el compromiso se contiene en un contrato comercial, como evidencian los contratos que bajo la nueva Constitución se han celebrado sometiendo las disputas al arbitraje internacional. Si se aplicara esta tesis de manera consistente, habría que concluir forzosamente que los tratados bilaterales antes mencionados son compatibles con la Ley Suprema, pues su efecto en este punto específico no es otro que ofrecer al inversionista en abstracto el consentimiento del Estado al arbitraje, consentimiento que se perfecciona al ser aceptado por el inversionista en concreto. Es decir, el mismo efecto que resulta de un contrato comercial. Sea cual fuere la interpretación de esta norma redactada con tanta carga ideológica como con ausencia de técnica jurídica, lo cierto es que ya ha pasado factura a la iniciativa Yasuní, pues a nadie le gusta comprometer el dinero de sus contribuyentes si la protección de estos en sus inversiones extranjeras es disminuida, como quedó en evidencia con la posición alemana, que es apenas uno de varios eslabones interconectados en el universo de la cooperación internacional. La prohibición constitucional es un perro que ladra para terminar mordiéndose la cola. Hoy, 27 oct. 2010, p. 4

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